Hace unas semanas mi hijo de ocho años se enfrentó a su primera audición de violín en el Conservatorio. Por fin se estrenaba en esta experiencia que previamente había vivido con sus hermanas mayores que también estudian música y que también han pasado por esta situación de tocar en público. Por fin llegaba la oportunidad de tener su minuto de gloria y ser el centro de atención familiar como en otras ocasiones él había observado en sus hermanas.

Estaba contento y se le veía emocionado con la situación… pero… antes de que empezara el acto en el que progresivamente todos los alumnos de su instrumento se pusieran manos a la obra y mientras esperábamos el inicio del mismo, hasta en tres ocasiones alguno de los adultos que por allí andaban le preguntaron: ¿Estás nervioso?, ¿no estás nervioso?, ¿cómo estás?… y “tachán”, contribuyeron a poner nombre a una experiencia privada de activación psicofisiológica que en principio era chula para acabar convirtiéndose en ¿ansiedad?.

Esto que acabo de contar supongo que reproduce muchas situaciones en las que acabamos transfiriendo nuestros miedos a los pequeños y etiquetando situaciones como experiencias ansiógenas cuando tan sólo son activadoras, emocionantes e importantes para la persona que se tiene que enfrentar a ellas.

Cualquier actuación en público (hablar, tocar un instrumento, actuar…) suele ser una oportunidad para que la persona exprese delante de un auditorio algo en lo que ha trabajado y que tiene cierto interés para quienes van a escucharlo. Es por ello que la persona requiere tener ciertos niveles de activación psicofisiológica y conductual para mejorar su concentración, para responder a las demandas del ambiente y para ofrecer un comportamiento que esté a la altura de la situación.

Que esa activación se viva como una experiencia negativa o positiva va a depender de muchos factores entre los que podemos destacar principalmente dos:

  • Las consecuencias naturales de la conducta en las primeras experiencias actuando en público (aplausos, bostezos, preguntas, silencios, reconocimiento, críticas…)
  • La información y las actitudes que otras personas ofrecen acerca de la situación.

Podríamos decir que exponerse ante un público es como montarse en una montaña rusa, hay quienes son capaces de hacer una cola de hasta una hora para vivir la experiencia y vuelven a repetir, y otros que no la repetirían ni por dinero. Unos y otros experimentan las mismas sensaciones, pero los primeros etiquetan esas sensaciones como agradables y los segundos como desagradables.

A lo largo de mi trayectoria profesional entrenando a personas a hablar en público creo que se podrían aislar tres emociones fundamentales dentro del saco del miedo o la ansiedad a hablar en público en el que metemos toda la experiencia emocional. En este post me gustaría enumerar esas tres emociones, explicar por qué son necesarias y el antídoto para vivirlas como agradables o al menos como no desagradables.

Vergüenza:

La vergüenza es el sentimiento de incomodidad producido por el temor a hacer el ridículo ante alguien.

Para qué sirve la vergüenza, pues precisamente para eso, para no hacer el ridículo.

El antídoto contra la vergüenza: la preparación. Preparar bien el discurso, tener claro el objetivo, definir las ideas principales, cómo empezar y cómo acabar diluye el temor a hablar en público. Por eso, insisto, como ya lo hice en otro post de este blog: “nunca hables de lo que no sepas, y lo que sepas, prepáralo bien”.

Vulnerabilidad:

La vulnerabilidad es el sentimiento de sentirse débil, amenazado o en peligro.

Para qué sirve la vulnerabilidad, para protegernos de la evaluación negativa de los demás, de la crítica o de la posibilidad de un fracaso. En la situación de hablar en público no hay equilibrio, es una situación de uno contra muchos, y esos muchos no siempre sabemos si vienen en son de paz o en son de guerra. Por eso necesitamos prepararnos para lo peor.

El antídoto contra la vulnerabilidad: ser auténtico, acepta que sabes lo que sabes (probablemente bastante más que el auditorio porque para eso te has preparado el discurso) y que no sabes lo que no sabes. Cualquier aportación del público tómatela como una contribución a lo que tú estás contando, inclúyela en tu discurso y aprovéchala para conversar e interactuar con el auditorio. Pero no seas ingenuo: piensa cuáles son los puntos débiles de tu exposición, determina qué posibles preguntas podría hacerte el auditorio, analiza qué puntos de tu discurso son opinables y por tanto pueden generar descuerdo y desarrolla un plan de acción al respecto.

Incertidumbre:

La incertidumbre es el sentimiento de falta de seguridad, de confianza o de certeza sobre lo que puede pasar, y ¿quién puede adivinar lo que puede pasar en el futuro?

Para qué sirve la incertidumbre, para intentar prevenir el caos y el desastre.

El antídoto contra la incertidumbre: asumir el mando. Cuando tú tienes la palabra, tú tienes la palabra; obvio ¿no?; pues asume que tú decides cómo vas a gestionar las interrupciones, cuándo se permiten las preguntas, en qué momento cedes la palabra o haces intervenir al público y en qué momento vuelves a ser tú el protagonista, qué cosas permites que pasen y qué cosas no permites que pasen. No se trata de ser soberbio ni maleducado, pero sí de tomar el control de la situación para dirigir tu intervención hacia el objetivo que te marcaste antes de empezar.

Resumiendo:

  • Ante la vergüenza: preparación.
  • Ante la vulnerabilidad: autenticidad.
  • Ante la incertidumbre: mando.

Seguramente haya otras emociones dentro del saco del miedo a hablar en público, pero yo me quedo con estas tres.

Ahora sólo me queda esperar que en la próxima audición de mi hijo, cuando esté listo para enfrentarse a su auditorio, nadie le pregunte si está nervioso y sustituyan esa pregunta por un: ¿estás preparado?, ¿sí?, pues adelante, ¡a disfrutar!.

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